Pretender reseñar un coloso literario como A sangre fría sin hacer el ridículo es intimidante. La obra maestra de Truman Capote es una lectura magnífica. Inalcanzable. Por eso, una servidora teme que su opinión tenga la misma fragilidad de una redacción escolar desarrollada sin bagaje suficiente para asumirla. Así las cosas, vamos a intentarlo…
Holcomb, Kansas, 14 de noviembre de 1959. Los cuatro miembros de una familia de granjeros -los Clutter- mueren de un tiro de escopeta en manos de dos forajidos del tres al cuarto: Dick Hickock y Perry Smith. El móvil, dinero. El botín que consiguieron, algo más de 50 tristes dólares. A sangre fría es el primer ejemplo de true crime divulgativo, aderezado con certeros toques literarios y de ficción. Por así decirlo, la novela supone el germen de trabajos periodísticos actuales como el programa Crims, de Carles Porta, o cualquiera de los muchos documentales de elevado interés criminológico y sociológico disponibles en Netflix.

A sangre fría es una novela de no ficción -aunque, como dije antes, con elementos cosechados por el propio Capote- que consta de cuatro partes físicas. Sin embargo, a mi modo de ver la obra está claramente dividida en tres grandes momentos. El primero, bajo el título de «Los últimos que los vieron vivos«, se me antoja el más poético y dulce.
El retrato de todos y cada uno de los miembros de los desdichados Clutter y su entorno es entrañable. Somos testigos de sus jornadas laborales y escolares, de sus inquietudes, de sus enfermedades y sus momentos álgidos, de lo muy queridos que son en la pequeña localidad de Holcomb. Su inocencia es incontestable, y la piedad que sentimos por ellos, dolorosa.
Creo que el autor tuvo muy en mente este baile de sensaciones mientras desarrollaba el manuscrito. Aprendemos a querer unos personajes desde el futuro, absolutamente conscientes del trágico final que les aguarda en algún momento de la novela.
Por si no tuviéramos suficiente con esa inquietud, Capote incide en la tragedia estableciendo brillantes contrastes entre escenas, ligando vivencias cotidianas de los Clutter con anécdotas de sus asesinos, a quienes se les describe viajando, acercándose más y más a sus víctimas con el paso de las horas. Esa estrategia provoca, de forma inevitable, un desasosiego creciente en el lector. Para muestra, un botón:
—Cualquiera que lleve la marca de la fraternidad —añadió [Hickock], y se tocó un punto azul tatuado bajo el ojo izquierdo. Era el emblema, la contraseña visible por la que ciertos ex presidiarios se reconocían cuando salían de la cárcel.
(…)
A mediodía dejaron de trabajar, y Dick puso el motor en marcha, escuchó el zumbido regular, y se dio por satisfecho.
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Nancy [Clutter] y su protegida, (…) también estaban satisfechas de su trabajo aquella mañana. Después de quedarse un buen rato mirando aquella magnífica tarta (…) ya no se pudo contener y, abrazando a su amiga Nancy, le preguntó:
—¿De verdad que la he hecho yo?
Nancy se echó a reír, le devolvió el abrazo y le aseguró que sí…, con un poco de ayuda
Cárcel vs inocencia. El motor de un coche para llegar hasta una casa que va a ser saqueada vs un colorido pastel de cerezas. Oscuridad vs luz. Rencor vs bondad. La primera parte de «A sangre fría» nos ofrece muchos momentos agridulces como este, minando en el lector cualquier atisbo de calma u optimismo que haya podido surgir durante las primeras páginas de la novela, como si el autor, susurrante, nos recordara que no, que no va haber un final feliz ni redención para nadie.
La segunda parte de A sangre fría, que abarca los capítulos «Personas sin identificar» y «La respuesta», reemplaza el lirismo de «Los últimos que los vieron vivos» por un tono algo más aséptico, acorde con el análisis de la escena del crimen y el desarrollo tanto de la fuga de Hickock y Smith como de la investigación policial, liderada por el agente Dewey y su equipo.
Abandonamos el brillo propio de un cuadro de E. Hopper de la narración introductoria para cobijarnos bajo la sombra de un estilo mucho más introspectivo. En todo momento, la lectura oscila entre la repugnancia y la compasión hacia los fugitivos, binomio que desencadena culpabilidad al recordar que ese mismo par de mentecatos eliminó a los pobres Clutter de la faz de la Tierra. A su vez, el cansancio y las incursiones en la vida familiar del agente Dewey se encargan muy mucho de ahondar en esa culpabilidad, recordándonos que lo sucedido es un crimen tan abominable como absurdo, y que todo hecho dispara unas consecuencias del mismo calibre. Y Dewey no está solo en su cometido. Su ayudante, el joven agente Harold Nye, nos abofetea con lo siguiente:
Es doloroso para uno y es doloroso para ellos. Cuando lo que hay en juego son unos asesinatos, no puedes respetar el dolor. O la intimidad. O los sentimientos personales. Tienes que hacer las preguntas. Y algunas de ellas duelen de verdad.
Pero que no se me malinterprete: que el estilo evolucione hacia una dirección más austera no significa que el calor o la sensibilidad decaigan. En absoluto. Es en este tramo de la crónica en el que acompañamos a Bobby Rupp, el novio de Nancy Clutter, en su duelo. Pasamos de conocer a un chico risueño y vital a un hombre que ha alcanzado la madurez a la fuerza y en menos de 24 horas, sin comprender el azar del mundo caótico en el que le ha tocado vivir. Sufrimos con él observándole desde el prisma del narrador, y atisbamos la intensidad de su dolor en sus largos silencios, muchos de ellos campando en decenas de horas de soledad.

El rincón es el encabezado de la última parte de A sangre fría, y no es nada más ni nada menos que el nombre que los presos del corredor de la muerte usaban para referirse al módulo donde les esperaba la horca. A todas luces, se trata del capítulo más árido y con el lenguaje más técnico de toda la obra. Esos rasgos no son casuales, por supuesto. Es el lenguaje que exige la frialdad del juicio contra los asesinos, las exhaustivas declaraciones de médicos y psiquiatras, y los largos días en pausa y espera en las celdas.
El texto se puebla de enojada acidez ridiculizando uno de los grandes males del ser humano ante un crimen mediático: el sensacionalismo de los vecinos de Holcomb y su hambre insaciable de espectáculo. Seguro que este defecto, a más de uno, le resultará vergonzosamente familiar. No hace falta viajar hasta Kansas para sonrojarse con la falta de decoro de ciertas personas ante una tragedia.
Al cerrar el libro esta tarde, sentí esa emoción inequívoca de tener que decirle adiós a una historia única en su especie: un vacío insustituible. Luego, permanecí un rato bien largo pensando en el intenso viaje que había tenido con esta novela. Aún me asaltan decenas de sentimientos encontrados fruto de la lectura, pero sin duda uno de ellos es el más insistente: ¿por qué la muerte es poder? ¿Por qué es tan fácil morir en manos de alguien? ¿Por qué no es legal asesinar pero sí lo es, en ciertos países, asesinar a un asesino? Con la que está cayendo en estos tiempos de guerra, pandemia y tiroteos, dudo que sea capaz de responder. Mientras, obras maestras como A sangre fría nos enseñan a conocer los límites humanos -y lo que hay fuera de ellos- para, paradójicamente, generarnos más impotencia y confusión.